[Text in Spanish]: Con tristeza, pero acompañados por su obra: profunda, sensible y rica, recibimos la noticia del fallecimiento de J. B. Pontalis en la noche del 14 al 15 de enero de este año 2013, el mismo día en el que habría cumplido 89 años.
Filósofo, alumno de Sartre, estrechamente vinculado con Merleau Ponty, psicoanalista, analizado por Lacan, fundador junto con otros de la Asociación Psicoanalítica Francesa, director de la Nouvelle Revue, autor con Laplanche del Diccionario de psicoanálisis, lector y editor en Gallimard, lector profundo de la obra de Winnicott, escritor de obras psicoanalíticas y de ficción, ocupa un lugar importante en la cultura y para muchos de nosotros en nuestra formación profesional.
Como sabemos, este autor preocupado por la pérdida de la metáfora que la avalancha del lenguaje instrumental había traído aparejada, centró su interés en revitalizar el lenguaje. Ese interés acercó a muchos lectores a su obra, tal vez alejó a otros molestos por un estilo de lenguaje en el que el aspecto literario parecía ocupar demasiado espacio. A los que nos acercó también nos llevó a dilucidar con cuidado los estilos de transmisión de sus ideas presentes en su escritos, fundamentalmente en dos de sus obras: Este tiempo que no pasa de 1997 y en Ventanas del 2000.
En el primero, la transmisión se efectúa a partir de plantear sus propias ideas vinculadas con una serie de conceptos metapsicológicos. Pero no se mantiene en un nivel abstracto. Sus conceptos están encarnados no en viñetas sino en «aforismos» es decir en frases cortas que tienen a «hacer caber todo en una fórmula» (como en aquella paciente que en un momento dado expresó «Ah la viudez, que largo exilio» condensando en seis palabras una larga serie de pérdidas y de experiencias vividas como exilios y desalojos).
En Ventanas del 2000, Pontalis nos pone en contacto con otro modo de transmisión de sus ideas. Para ello nos alcanza pensamientos recogidos a partir de palabras dichas por pacientes, o de preguntas que se deslizan en el marco de las supervisiones, o de palabras que se usan poco, o de otras hoy de moda o a partir de expresiones triviales. Pero también relatando todo aquello que recoge, que acoge, que viene a su espíritu en diferentes encuentros. Esta transmisión la realiza con palabras que pertenecen a un lenguaje muy próximo al lenguaje del self del que habló Valery. A ese lenguaje mítico que arrastra la riqueza de lo sensorial. Con diferentes pinceladas nos acerca a una práctica donde lo vivencial del paciente y del analista informa del trabajo de transformación de uno y otro. Me refiero a un cambio de posición subjetiva del paciente pero también a un cambio de estado del analista. Ese cambio de estado del analista pasa por diferentes momentos pero necesariamente debe enfrentar lo que este autor llamó «la prueba del extraño», esa suerte de migración que se produce en el analista al contactarse con un paciente nuevo. Este deja de ser un extraño para ser interiorizado, y en esa interiorización el analista se va identificando con lo más extraño de ese paciente que al principio fue solo un extraño, alguien con quien no tenía nada que ver.
Otra particularidad de este autor tan profundamente interesado por la obra de Winnicott es no inclinarse por elecciones binarias cuando se presentan esas preguntas incómodas pero necesarias como «¿A quién va dirigida la transferencia, al gran otro o a ese ser que tengo al lado?», «La contratransferencia ¿es interferencia de la ecuación personal o informa?», «En nuestra tarea ¿observamos o escuchamos?». En estos casos su pensamiento se desliza por un espacio sin borde donde la respuesta puede ser esto y lo otro, espacio de esa ambigüedad productiva trabajada por Merlau Ponty en el campo de la filosofía y descubierta en nuestra disciplina por Winnicott como espacio transicional. Leyendo los textos de este autor se va delineando una determinada figura de analista. Un analista expuesto a las pasiones y desmesuras del paciente, abierto y no encerrado en teorías. Un analista que se deja usar por el paciente pero también se sabe desprender, ocupado en la formidable tarea de unir la carne con el espíritu, un analista que sabe que nunca dejamos de jugar al juego de la bobina. Capaz de registrar en qué palabras del paciente se reconoce, con qué pacientes no debe encerrarse en un silencio de muerte, cuando su labor le produce irritación y en qué momento un rayo de luz le indica un camino a través de una imagen, imagen que este autor a veces de un modo sorprendente llama «aparición».
Un analista que a mi juicio nos dejó también como herencia una pregunta crucial: ¿qué pasaría si lo que aprendí me impidiera escuchar?
María Lucila Pelento leave a comment